lunes, 24 de octubre de 2011

Crisis, crisis, mas crisis.

          
           Ante la crisis de la deuda, surge la eterna pregunta ¿ahorro o gasto? La solución no es fácil, teniendo en cuenta que existen una serie de obligaciones que deben cumplir los Estados de contener el déficit y la deuda públicas para evitar llegar a situaciones de suspensión de pagos. Por un lado, es necesario que los países dejen de endeudarse para poder poner fin a los déficits que amenazan con ser crónicos en muchos países, pero, asimismo, la reactivación económica no puede ejecutarse sin introducir políticas de inversión en educación e I+D a través del gasto, junto con la adopción de medidas de fortalecimiento del tejido industrial y tecnológico.

            Dado que es necesario ahorrar para evitar acrecentar los déficits, e invertir algo para poder reanimar, aunque sea tímidamente, a las economías occidentales, en este sentido, parece que la solución más razonable sería ahorrar y recortar gastos e invertir y gastar caudales públicos en actividades que realmente supongan un valor añadido a la economía. Utilizar recursos para pagar sumas astronómicas de Embajadas de Autonomías, cooperación internacional destinada a dirigentes de más que dudosa reputación o hacer pervivir un Estado autonómico insostenible desde el punto de vista financiero, hacen no sólo un flaco favor al ahorro, sino que implica que este gasto no reporta ningún tipo de retorno, ni siquiera a largo plazo.

         
           Alemania, motor económico de la UE, asiste impotente al espectáculo griego, digno de cualquier tragedia de Sófocles, admitiendo con resignación, según comunican los periódicos, que se prevé la posibilidad de condonar la mitad de la deuda producida por Grecia. Pero lo más angustioso es comprobar que ni siquiera con esa medida podría solucionarse un problema que para colmo de males se transmite como una gripe aguda al resto de países de su entorno.  Grecia, aun siendo la cuna de la civilización occidental, ha incumplido sus obligaciones financieras, se le permitió la entrada en el euro "in extremis", y, para colmo, llegó a falsear las cuentas públicas para maquillar su ya delicada situación de las variables macroeconómicas. Algunos economistas, a la desesperada, abogan por la salida del euro de Grecia (y de algún otro más) como mal menor. Pero, al mismo tiempo, surgen las voces que ensalzan, (no sin razón), las excelencias de un proceso europeo que debe seguir adelante cueste lo que cueste, aun a costa de que otros Estados se vean arrastrados por la vorágine de la pérdida de crédito a espuertas.

            Seamos honestos: antes del estallido de la crisis, se había generado en Europa un gran pesimismo sobre el futuro de nuestra unión. De entrada, las dos últimas ampliaciones generaron la indiferencia e incluso hastío generalizado de muchos europeos, que no sentían que había llegado el momento de aceptar a los países del este en el orden comunitario. Sus niveles de vida y renta son inferiores a la vida comunitaria, con unos PIBs que no llegan en muchos de ellos a la mitad de la media de la antigua UE de 15 socios, y con hondos problemas de corrupción y de debilidad de la sociedad civil. Pero, ahora que llega la crisis, se cuestiona la posibilidad de que pueda lograse algún día una verdadera cohesión económica en la UE.

         Antes de intentar buscar soluciones a la crisis que nos atenaza, por tanto, no sería hipérbole realizar un replanteamiento del modelo de Estado y de vida al que deseamos llegar y nuestro futuro común en la UE, tanto de forma interestatal como intraestatal. Es posible que la crisis sea no sólo económica sino también de valores políticos e históricos.
  

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